Corría el año de 1962, y en Chile se intentaba de implementar la noción de Estado de Bienestar que inundaba las políticas públicas a nivel mundial. En Roma, el Papa Juan XXIII despertaba a la Iglesia de un largo letargo convocando al Concilio Ecuménico Vaticano II exhortando al pueblo cristiano al “aggionarmiento” o puesta al día en virtud de los nuevos tiempos que configuraban a la Europa de post guerra.
Indudablemente, eran los tiempos de germinación de los fuertes cambios que a posterior inundaron el mundo y nuestra América Latina, plagada de grandes bolsones de pobreza y analfabetismo.
Ese mismo año, mi padre, (introducido en los principios del humanismo cristiano por el Sacerdote Redentorista Pedro Arregui) realizaba sus estudios de profesor normalista en la Pontifica Universidad Católica de Chile. Siendo aun estudiante, acogió la invitación de la Cámara Chilena de la Construcción para alfabetizar a los obreros que construían por esa época Las Torres de Tajamar en la ciudad de Santiago de Chile.
Han pasado 46 años y mi padre se ha acogido a jubilación después de 40 años de una impecable labor docente, un magister en educación y el reconocimiento de todo un pueblo al cual educó por tres generaciones.
Para mí, en lo personal, su figura merece todo mi respeto y admiración por la integridad con que nos formó en un hogar austero y rebosante de valores y experiencias cristianas. Es un ejemplo que me ha puesto la vara muy alta, pero que no dudo en seguir desde mi rol social como psicólogo comunitario.
Ya no son los años 60, pero mi paso por el Seminario de la Congregación del Santísimo Redentor cimentó una sólida base intelectual y de práctica pastoral que agradezco hoy como estudiante de psicología.
Pude beber de las fuentes de filósofos como Emmanuel Mounier y Jacques Maritain, con la reflexión que acompaña la lectura de los procesos históricos que contextualizaron el desarrollo del Concilio Vaticano II y sus aplicaciones a nuestra realidad social latinoamericana.
Una constante inquietud intelectual; el recuerdo de las conversaciones con el venerable padre Arregui en mis años de noviciado y la sed de justicia que emana de una lectura atenta y orante del Evangelio, han modulado mis opciones, enfrentando hoy el desafío de mi práctica profesional, en la localidad de Quintay, en torno a la problemática infantojuvenil.
El Centro Comunitario “Los Perales de Tapihue”, perteneciente al Hogar de Cristo, me ha permitido participar como voluntario en la implementación de un programa de intervención orientado a niños, niñas y jóvenes que hayan sido vulnerados en sus derechos fundamentales.
Esta experiencia, me ha significado vivir en carne propia las dificultades que deben sortear los niños, niñas y jóvenes de Quintay; que viven las consecuencias propias de la exclusión provocada por las dinámicas de aislamiento, de una zona geográfica alejada en lo real (y lamentablemente también en lo simbólico) de las personas que conocen de oídas la caleta o que van a disfrutar de agradables vacaciones veraniegas.
El encuentro con la realidad infantojuvenil quintayina, no sólo ha sido un desafío en términos laborales, sino que me ha ayudado a reflexionar en la práctica y a la Luz de la reciente Conferencia de Aparecida, un modelo de convivencia social donde se apueste a las potencialidades y sustentabilidad de las generaciones futuras.
El abandono de parte de nuestra sociedad de estas niñas y niños es la principal vulneración a sus derechos fundamentales y Quintay es sólo un ejemplo.
Ante este panorama, el trabajo comunitario en el sector ha adquirido una fuerza sorprendente al poco tiempo de iniciado nuestro trabajo. Hemos apostado al desarrollo de las potencialidades locales, y la respuesta de la comunidad en esta primera etapa ha sido favorable. Los pobladores y las pobladoras de Quintay, tienen más conciencia que las masas urbanas, de la necesidad de un trabajo en la población infantojuvenil, y apoyan una intervención con la misma seriedad y responsabilidad con la que los profesionales involucrados vamos implementando el proyecto.
La verdadera riqueza de Quintay no son los productos marinos que extraen esforzados pescadores artesanales, sino la fortaleza de su gente. De hombres y mujeres que con arrojo subsisten a pesar de los crudos inviernos y las vicisitudes propias de vivir en la semiruralidad. La gente de Quintay ha sido un ejemplo, y han motivado cada día de nuestro trabajo en terreno.
Para un joven profesional egresando de la universidad, encontrar ejemplos que resuenen con el registro de los ideales que se han forjado en el transcurso de la vida, es como un golpe vitamínico al espíritu.
Hoy en día, donde nos hacen creer en una falsa apatía juvenil, o una falta de referentes éticos, quiero terminar esta reflexión, rescatando la idea de que lo motiva a un padre y un hijo en sus inicios profesionales, para realizar un trabajo en los sectores más frágiles de la sociedad, no es el afán de lucro y de pronto acceso al consumo (ideología que lamentablemente sustentas honorables universitarios) sino el trabajo serio, comprometido y responsable; creyendo en las potencialidades de pobladores y pobladoras que conforman comunidades llenas de sueños de un mundo más humano, mas fraterno y en nuestro caso particular, inundado de los valores del Evangelio, pues como nos señala Pedro Casaldáliga: “Aquí se revela nuestra fe: o creemos en el Dios de la Vida o usamos el nombre de Dios sirviendo a los verdugos de la muerte.”